lunes, 4 de mayo de 2009

TRAS LOS ANTEOJOS DE UN IGNORANTE

REFORMA
por Jesús Silva-Herzog Márquez 4 May. 09

No resulta fácil entender la reacción del gobierno mexicano ante la epidemia. He tratado de seguir sus explicaciones y sus argumentos. Puedo entender que se trata de un virus nuevo y comprendo que en esa novedad exista un grado enorme de incertidumbre. Lo desconocido podría revelar un terrible potencial mortífero. Pero siguiendo la información oficial, esa capacidad maléfica no se ha revelado en modo alguno. No acuso ninguna mentira orquestada, ni doy crédito a las fantásticas teorías conspiratorias. Simplemente advierto que percibo un abismo entre el daño, la advertencia del riesgo y la reacción de los gobiernos. Digo gobiernos en plural porque hay que resaltar la coincidencia de la autoridad federal y la política del gobierno capitalino. Coincido con las autoridades en que frente a la duda hay que extremar las precauciones. Si poco sabemos de la capacidad mortífera del bicho, mejor excederse en la precaución y no en la indolencia.

Vale reconocer el esfuerzo comunicativo. Los dos gobiernos se han empeñado en hablar con la prensa regularmente. El presidente y el alcalde de la ciudad han tomado la crisis por los cuernos. No han rehuido a la prensa y han encarado las cámaras en repetidas ocasiones. Se percibe un intento por llenar con información y datos la preocupación colectiva y la decisión de hacer públicos los datos con los que cuenta la autoridad. Pero también hay que decir que esa política no ha sido del todo exitosa. Sobre todo en su principal objetivo: explicar la cordura de una serie de medidas que tienen paralizado al país y que repercutirán sin duda en su futuro inmediato. En nada ha ayudado el desaseo de los números que ha escupido el gobierno. Los números son esenciales porque son el único mecanismo para cuantificar el riesgo y también para percatarse del agravamiento o alivio de la crisis. Las autoridades sanitarias no han sido capaces de ofrecer un parámetro para ponderar el peligro que corremos. Han jugado con cifras que no han logrado precisar y han alimentado una confusión que a ratos raya en la histeria y a ratos topa con incredulidad. Para algunos se trata de una infección que puede arrasar con México, para otros de un engaño, una conspiración multinacional para promover los intereses de las farmacéuticas. Por supuesto: habrá siempre incrédulos e hipocondríacos, pero al gobierno en una crisis le corresponde asentar un piso de sensatez común que no ha podido establecer.

Desde los anteojos de este ignorante, la epidemia ha sido bastante inocua. Me encuentro dispuesto a reconocer que su suavidad se debe a la reacción oportuna y enérgica de las autoridades. Pero ni siquiera en los momentos de mayor dramatismo los datos que comunicaban las autoridades daban cuenta de una epidemia devastadora. La conglomeración humana más grande del planeta apenas ha registrado un manojo de muertes. En el país, apenas unos cuantos decesos más. No se reportaron casos que dieran idea de una potencia infecciosa desconocida: familias enteras que mueren por el virus; centros de trabajo que están contagiados en un alto porcentaje; barrios contaminados en su totalidad. Nada, pues, que pintara una crisis sanitaria catastrófica. Nada de eso se ha visto. No hay un virus regando muerte en el país, que esté asolando pueblos enteros, que arrase con familias y barrios. Desde el mismo mirador de mi ignorancia me atrevo a decir que la desproporción de la reacción oficial ha sido inmensa.

Me atrevo a decirlo también porque mi ignorancia recaba algo de información. Ha visto que en Estados Unidos, donde ya se han presentado un número significativo de contagios, la inquietud ha sido enorme pero la respuesta gubernamental no ha estado ni siquiera cerca de la histérica reacción mexicana. Si se detectaron casos en una escuela se decidió cerrar esa escuela. No se detuvo todo el sistema educativo, ni se interrumpió la actividad productiva del país. No me atrevo a condenar la respuesta gubernamental. Simplemente me pregunto si la respuesta fue equilibrada. Espero aún la explicación gubernamental que justifique la manera en que ha enfrentado esta crisis. Celebro, por supuesto, que no hayan cerrado los ojos pero, ¿ésta era la única manera de enfrentar el problema?

Escribo esto porque, si en una fría contabilidad nacional la infección ha sido casi inofensiva, en otro sentido el virus ha sido terriblemente devastador. El virus ha dado el golpe más severo a la imagen internacional de México. Un país que era ya visto como el territorio de bandoleros sanguinarios, es ahora retratado como fuente de contagios para el planeta. Hace una semana, desde fuera se veía el país como un lugar inseguro. Ahora, además de inseguro, insalubre. El bicho se irá, pero la imagen del país tardará años en limpiarse. Y afuera la queja puede ser la inversa: el gobierno mexicano no sobreactuó, intervino tarde.

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